sábado, 11 de abril de 2009

UNA HISTORIA VIEJA Y UNA VIDA NUEVA

Para aquéllos que sostienen y desean que me ponga a escribir de verdad (qué subjetivo me resulta su juicio), que sepan que ya lo hago, aunque no me guste admitirlo, que sepan que su deseo es mi deseo, aunque me dé miedo. Hace unos meses escribí:


Nunca entró en aquella habitación, ni tan siquiera en la casa. Amanda permanecía sentada en la escalinata de madera, atisbando de vez en cuando hacia el decorado del fondo, el pasillo enmoquetado, el espejo de pan de oro y la carísima porcelona europea. En esos minutos de soledad, solía imaginarse cómo estaría él y preguntarse por cuáles serían los sentimientos de ese padre que, siendo un médico tan reconocido y pudiente, nada podía hacer por su hijo. Precisamente el padre suponía una de las razones por las que no quería entrar ni ser vista. El doctor era su médico, y el de sus hermanas y su madre. Con su madre mantenía una relación cordial y simpática desde hacía muchos años, desde mucho antes del accidente. Para Amanda resultaba un ejercicio sencillo el cerrar los ojos, y ver a su madre, ante el espejo, maquillándose y retocándose el cabello para acudir a la consulta del doctor. Tardaba más de lo acostumbrado; más que para los días de compra, de misa o de cine. Luego, llegados a su despacho, se pasaba las horas conversando, mientras la niña tenía que conformarse con balancear sus piernecitas sentada en la camilla, silenciosa y educada, e imaginar el día en que fuesen tan largas que pudiesen tocar el suelo, y permitirle salir corriendo, veloz, con sus zancos calzados por zapatos rojos, y no regresar nunca. Cuando entraba la enfermera, se recordaban que volverían a coincidir en breve, como de costumbre, en la cafetería de Yaiza, y se despedían de lejos. Amanda sabía a ciencia cierta que ése había sido el amor platónico de su madre y que al doctor, aquella mujer de larga cabellera castaña y ojos negros, no le resultaba ni mucho menos indiferente.


Nunca le quedó claro qué fue lo que le sucedió a su hijo. Algo tuvo que ver un golpe recibido en la cabeza, mientras montaba en bicicleta a través de un camino demasiado peligroso hasta para un adolescente; pero es que, por lo visto, había influído algo más. A ella la información le llegaba a través de la amiga a la que solía acompañar, Candelaria, una niña de su misma edad, obesa, descuidada y bastante mentirosa, con la que Amanda había aprendido que el crédito concedido a las historias que nos lleguen debe ser relativo. Pero la acompañaba, y la escuchaba, porque Candelaria estaba enamorada del chico y, por otro lado, no había quien lo hiciese.


Amanda, si lo hubiese querido, habría sido muy bien recibida en esa casa. Durante once años fue compañera de clase de la menor de las hijas del doctor y compañera en el transporte escolar de la mayor. Conocía a las niñas y compartía el dolor y la incertidumbre que suponía, de repente, ver a tu hermano en un coma indefinido. Pero, en esta oportunidad, también prefirió permanecer en las sombras.


Lo que ocurría no es justo, no es justo para nadie, pero menos para él. Quique tenía solo un año más que Amanda, cuando se vio sometido a este involuntario letargo. Solo tenía 16 años. Ella no hacía más que preguntarse si sus preciosos ojos azules estarían abiertos, mirando a la nada o si los habrían cerrado; igual, para siempre. Si aquellas prodigiosas manos amenizarían de nuevo las sobremesas del pueblo con las "sonatas para piano desde un segundo piso". Si volverían a disfrutar de su perfecta sonrisa. Guapo, simpático, culto, deportista,.... ¡era normal que Candelaria se hubiese enamorado!






Aunque se le pasó pronto, dos meses después escaseaban las visitas de la chiquita, otros dos meses bastaron para que empezara a salir con un chico, un aprendiz de carpintero. Quique seguía allí, postrado en su cama, bajo los cuidados atentos de su familia, los cotilleos del pueblo y la atención de Amanda. Ella no le abandonó, a su modo. A veces solía detenerse bajo su balcón y, apoyada y oculta en la pared, imaginar las melodías de su piano, y tocarlas con él. Ese verano comenzó un diario dirigido al chico. Todos los días se sentaba a escasos metros, en el escaparate de la librería, para cartearle y leer, en voz no muy alta, lo sucedido en su vida, en la de él, en la del pueblo. Todas las noches imaginaba cómo Quique se levantaba, sonreía, abrazaba a sus familiares e, inmediatamente después, preguntaba por ella, y se daban las gracias, ¡y le reclamaba el cuadernillo! Al fin y al cabo, el cuaderno le pertenecía. Amanda estaba convencida de que él podía sentirla, que le ayudaba el saber que había alguien, no ya preocupado por él, sino sabedor de que Quique seguía siendo el mismo chico inteligente y maravilloso, capacitado para ayudar y escuchar. Eso es lo que hacían Amanda y Quique, escucharse. Amanda creía que desear y creer y confiar y abandonarse a la esperanza, podían contribuir en favor de Quique.


Nunca le contó que lo trasladarían a cientos de kilómetros, ni que sus padres se separaban, ni que su madre dejaba el trabajo y su padre volvía a casarse. Tampoco creo que hubiese hecho falta, Quique lo sabía. Amanda le fue fiel hasta el mismo día del traslado, después, lo evocaba de vez en cuando, a través de los años, o ponía atenta la oreja cuando se daba cuenta de que, en una conversación ajena, él y su familia eran tema del día.


Esta mañana, Amanda ha entrado en la frutería de su barrio en busca de los ingredientes más difíciles para la ensalada más exótica. Las dos dependientas, una chica junto al mostrador, un chico guapísimo y sonriente, que sostenía dos garrafas de agua, componían todos los presentes. La cara de la chica le ha resultado familiar, una cara de la infancia, pero han pasado tantos años... De repente, la ha reconocido, justo en el mismo instante en el que la dependienta hacía un comentario: -"Da gusto tener un hermano así, que la ayude a una a cargar con la compra". Amanda hoy ha recibido el mayor de los regalos, le han confirmado que puede creer en los milagros.




No quiero, ni mucho menos, compararme con el señor Márquez, por citar un caso literario cercano, ejemplo de ficción y realidad, pero es que en mi pequeño universo también se dan estas cosas. Hace unas horas viví:


Las tiendas de aeropuerto ya no son lo que eran. ¡Es imperdonable que ya no se puedan encontrar esos enormes botes de M'ms con los muñequitos al tope, que tenía muy presente gastar una dulce broma a un bombón con cacahuete! Tampoco es que se diferencien mucho en precio sus chocolatinas gigantes, pero sacan de más de un apuro cuando los sandwiches y zumos de la cafetería te producen, inexplicablemente, acidez.


Solo resta esperar unos minutos. Hay poca gente alrededor. Una señora al sentirse observada por mí, recoloca con discreción su bolso. A mí me hace gracia. Dos chicas, una de espalda y otra sentada de medio lado, sostienen una conversación con un chico, que también me da la espalda y está sentado entre ambas. La chica ladeada me mira, me reconoce y me saluda. Puede que no lo hubiese hecho en otra ocasión, pero es que en estos lugares se agradece. Yo no sé que hacer. En un segundo me doy cuenta de que es ella, Maribel, y de que posiblemente sus acompañantes sean... sí, Quique y su hermana mayor. Temblando, casi tanto como mi perra antes de un baño, me acerco. Los saludo, los invito a chocolate, me hacen un hueco, hablamos más bien de cómo me han ido las cosas. Él no deja de mirarme, pero sin mediar una sola palabra. Con educación me disculpo y me despido con un beso. Acelero el paso y me encierro en el pestilente baño. Rompo a llorar, por la tensión, por la gratitud, por el miedo, por la alegría, por el valor, por la sensación de no estar viviendo algo real, por la duda, por la incredulidad, por haberlo visto, por su silencio, por la recompensa, porque me hace falta, porque no sé qué otra cosa hacer.






No hay comentarios:

Publicar un comentario