Lo primero, primerito, antes de que me dé por escribir, feliz día de renovación a todos.
Ahora sí; estaba pensando en que esto de la escritura automática está muy bien. Uno se pone a soltar lo primero que le viene a la cabeza, y lo compartes, e incluso lo revisas, después de unos meses, dándote cuenta de que has evolucionado,¡chachi!, pero, además, siguen existiendo cositas de las que dejaste atrás, que te siguen gustando... Me recuerda, ¡como no!, a una película, una que toda persona (junto con El Club de los poetas muertos) debería ver antes de cumplir los 18; me estoy refiriendo a Descubriendo a Forrester, una bonita relación entre un escritor que, sabiendo mucho de todo, se ha negado a saber vivir, y un chico negro, de barrio negro y futuro negro, que se debate entre, ser bueno en el baloncesto y aceptado por los negros o ser bueno, que lo es, en sus estudios y literatura, y dejar de ser aceptado por los blancos. Pues nada, el Forrester le enseñó a sentarse delante de una máquina de escribir y teclear a ritmo, sin pensar ni detenerse. Resulta gratificante, deberíais probarlo (invitación, no orden ni sermón).
Aunque, hace un minuto, cuando decidí que me sentaría a escribir no pensaba en esto, pensaba en escaleras. Resulta que a mí me falta una (y no estoy recurriendo a la socorrida metáfora de los peldaños y las pruebas, y que si tú estás aquí y yo no te sé seguir y blablabla)... Me refiero a una escalera simplona, al conjunto de láminas de metal, plástico o madera que, enlazadas entre sí por dos barras permiten el ascenso o decenso de planos físicos. Esta escalera mía es de caracol, y metal, ¡con el mal feng-shui que tiene!, y está en casa de mi madre. Un día, la compré para la terraza, porque arriba tenía planes de hacer algunas cosillas, pero como no me he puesto a ello, por papeleo y demás, y porque antes las terrazas de abajo quieren un repaso, y la cocina, y todo ello significa meterme una semana en casa a ejercer de albañil (sí, señor, también sé, ¿a qué soy un chollo?), pues nada que está la escalera pintando monas. Mientras, yo trepo por una de esas escaleras inestables de metal hueco, que tengo en un rincón, cada vez que subo a regar las plantas que me dio por poner en las alturas. Deben estar agradecidas de vivir tan cerca del cielo, porque con el poco cuidado que les doy, ellas me devuelve tomates, pera-melón, lechugas,...
Pues nada, encaramada a la escalera, con el móvil, por si un día la escalera se da a la fuga y tengo que decidir entre deslizarme tejado abajo y saltar, o llamar a mi hermana para que venga con sus llaves, y a pesar de las alturas, y la impresión que da ver el mundo en ángulo recto, me dio por pesar (lo sé, la escalera no es tan larga, pero es que yo pienso a la velocidad del rayo, soy Thinking-woman). Y reflexioné acerca de lo estúpido que puede resultar el concepto de humillación.
La parte externa de mi familia, ésos que llevan un 30% de tu sangre y poco más, quiso enseñarme tres mandamientos de la ley de los Quintero: no amar, no confiar, no llorar. Hombre, la verdad, muy de izquierdas no resultan, sin que me guste esto de la política, recuerdan a la España más oscura, pero qué le vamos a hacer, y les salimos ranas mi primo Carmelo y yo; suspendimos en los tres temas. Lo que si heredé de ellos fue el sentido del orgullo. Me cuesta admitir ayuda y mucho más un regalo, si siento que no he respondido con el doble. Me gusta hacer las cosas por mí misma, por motivación de logro, supongo, no quiero que nadie me haga sentir menos,... no quería.
En este apartado, gracias a todos los dioses, santos, seres y hados, es en el que más he cambiado y evolucionado. Ya no me siento ni peor ni mejor que nadie. Ahora llamo en caso de auxilio (menos cuando estoy enferma, de ésas salgo yo solita), pregunto por lo que no sé hacer cuando he descubierto que yo no puedo. Es más, pregunto todo lo que crea que puede darme una lección, sin sentir, ni por un instante, que estoy quedando como una idiota. Y lo mejor de todo, expreso lo que siento en cualquier circunstancia o situación.
Hace unos años, cuando veía una película en la que chico dice a chica todo lo que siente y chica se queda igual, le cotestaba a la pantalla: ¡ala, por capullo!, ahora ella a empavonarse y tú te quedas igual. Sentía que esa persona se había humillado. Digamos que, para entonces, estaba un poco más verde.
Considerar que la expresión de nuestros sentimientos es una humillación, supone dar por hecho, de la misma forma, que sentimos menos o peor que el otro. Si damos nuestra más cuidada imagen en una cita y preparamos el plato que mejor nos salga para los invitados,... qué nos hace pensar que, cuando abrimos nuestro corazón, no es para regalar lo mejor de nosotros mismos. Abrirte a otro y decir te quiero, lo siento, me importas, estoy a tu servicio, ya me tienes conquistado, aunque no sea recíproco, no es motivo de pena o infravaloración, es una recompensa para la otra persona, que es obsequiado con el hecho de descubrir que despierta valores y sentimientos tan positivos en los demás, y, a la par, nutrirte del placer de comprobar que, esos sentimientos tan lindos, están en ti y crecen.
¿Qué mérito existe en decir solo me decepcionaste, estoy enfadado, te odio, no te quiero,...? Primero, porque eso es sencillo adivinarlo sin tan siquiera decirlo y, segundo, porque si lo que pretendemos es achicar a la persona y hacerla descender de la escalera ésa de las narices, somos crueles, malos, inseguros, inmaduros, inestables y muy propensos a humillarnos nosotros mismos, porque sí, ésta es mi conclusión: la humillación nace solo de nuestra propia autoestima desregulada. Es una mala hierba nuestra, sola, ¡solita!, de la que a nadie podemos hacer responsable.
Punto y final, respiro y publico y os mando un besito.
Tienes toda la razón,yo al principio pensaba como tu, que humillación pero en realidad para decir lo sientes o piensas en todo momento tiene mucho valor y la persona que no se de cuenta de eso o le da igual lo que le estás diciendo no sabe lo que se pierde :pxDDDD
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