Hace muchos años, un par de décadas, la guagua del colegio se esperaba en una vieja lavandería. El lugar estaba ubicado en una casona antigua e inmensa, de altísima puertas grises y vidrieras que reflejaban sus colores sobre el blanco aún inmaculado de los aparatos de lavado y secado. Dos salas estaban abiertas al público: la sala que contenía los aparatos y una mesa de metal, digna de una sala de operaciones, donde la gente depositaba sus cosas o doblaba las prendas; y otra más pequeña, en la parte del fondo, con tres o cuatro sillas, todas diferentes, una papelera y una escalera interrumpida por unos tablones cruzados que dejaban adivinar tras sus tachas, la puerta que daba desde allí a lo que sería el resto del caserón. Las niñas del cole estaban completamente seguras de que en aquel lugar había fantasmas, por lo que nunca íbamos más allá de la sala principal, salvo excepciones.
Una de esas excepciones se llamaba Maximino. Era el ser más temido del pueblo, al menos por las que no alcanzábamos el metro y medio de altura. Todos los pueblos tienen su tonto y su loco, en el nuestro, el loco era Maximino; un monstruo merecedor de ser odiado. Cuentan que fue maestro, en la posguerra; un hombre culto que devoraba libros. Cuentan que no era buena persona, se comportaba de modo violento, se ensañaba en los castigos a los alumnos. Cuentan que enloqueció y que, desde entonces, vivía de una paga y se entretenía deambulando por las calles, silencioso, escondido bajo su sombrero marrón sudado. Ése no era el entretenimiento que más miedo nos causaba. A Maximino le gustaba pillarte por sorpresa y cogerte de la oreja y arrinconarte y, si además estabas sola, meter sus horrendas manos en aquel rincón de tu cuerpo que más placer le causase, mientras, con los ojos cerrados, adivinabas por su aliento nauseabundo, que estaba demasiado cerca de tu cara, lo bastante cerca como para no poder hacer otra cosa más que temblar. Cuando a esos de las dos y media pasaba por delante de la lavandería, todas corríamos a escondernos en la salita del fondo.
Maximino fue un hombre de entierro desolado, que vivió en aquellos vecinos años en los que no existía la ley del menor, la pederastia, la violencia de género y los servicios sociales. Al igual que Pancho, el tonto del pueblo; mas Pancho es otra historia.
Pancho continúa vivo. Es un hombre de edad indefinida. Se puede adivinar que tiene más de cuarenta y más de cincuenta, por las canas que de forma progresiva están poblando su cabeza y la barba de dos días que suele lucir muy poca veces. De resto, diría que es un niño, un hermoso Peter Pan amante de los perros y los tesoros más insólitos. Pelo negro y ojos negros. Delgado, consecuencia de los muchos kilómetros urbanos que se hace cada día, solo se intuye una pequeña barriguita de hombre maduro tras sus camisas a cuadros. Es el tonto del pueblo, pero tiene muy claro que las camisas le gustan azules y a cuadros. Recorre las calles sin saludar a nadie, en parte porque más que hablar, balbucea; en parte, porque no se fía de todo el mundo. No le gustan esos tipos que suman tres generaciones de idiotez, que gritan su nombre y fingen que le disparan desde sus coches. Él responde al disparo y al susto malhumorado. A su corazón enfermo no le agradan los gallitos de barrio aficionados a poco más que el fútbol y medir con sus rayos láser el volumen total de culos y pechos. Aún así, suele ir al bar del centro donde se reunen los futboleros. Es bien acogido por su gordinflón dueño, desde hace tantos años, que no alcanzo a recordar su origen, puede que anterior a mí. Allí le pide un dulce, nada de bollería artificial, escoge uno de los dulces de crema que traen frescos los de la pastelería alemana cada mañana, y un cortado. La consumisión no se paga, él es el tonto del pueblo, pero tiene claro que las monedas que guarda celosamente en el maletín pequeño con forma de camión no son para eso, ¡qué lo pague alguno, o qué pague Pepe! Al bar acude cada amanecer y cada tarde. Es el primero en la mañana y de los más tempraneros de la sobremesa. Luego sigue camino, hacia cualquiera de los locales en donde puede mantener conversación, o al menos presencia, de forma querida; o a detenerse frente al stop peor localizado de toda esta zona centro, para regular muy correctamente el tráfico.
Si pasas con tu perro, te lo tienes ganado. Entonces, se detiene para saludar a tu animalito. También a la hora de escoger a los perros se muestra selectivo. Por permitirte intimar con tu cuatro patas, te responderá con un gruñido suave, un buenos días o gracias versión Pancho, luego te invitará a seguir tu camino.
En nuestro caso, la relación es un pelín diferente. Es el tonto del pueblo, pero tiene claro quien lo toma en serio y además posee una gran memoria. Hace como cuatro años, curiosamente cuatro años, un día lo encontré llorando en una esquina, encogido como un fardo, sentado en el suelo, le faltaba la respiración, estaba histérico y amoratado. Pensé que se moría. Nada más verme detener el coche y acercarme, intentó defenderse con manotazos y gruñidos. Me asusté. Me quedé en silencio y a su lado, pero me preocupaba que su acelerado corazón le estuviese jugando una mala pasada. Tenía prisa por atenderlo y saber. Pensé que, si con un perrito funcionaría una loncha de jamón y con un niño un caramelo, con Pancho tal vez una moneda hiciera efecto. Resultó. Eso o hizo acto de presencia algún sentimiento, como el de la comprensión o la necesidad... Me prestó atención y sin dejar de mostrar angustia comenzó a explicarme su historia. Esa extraña magia que esconde la comunicación de dos que quieren entenderse me permitió averiguar, no sé cómo, que unos gamberros, de fuera, de ello estoy segura, le habían robado la lata del dinero entre faltas de respeto y a saber que tipo de abusos. Se dejo acariciar. Para mayor sorpresa, me permitió además meterlo en el coche, llevarlo a que un médico lo reconociese, con la promesa de que sería premiado. Mientras estaba dentro de la consulta, me ausenté a la carrera, entré en el bazar que está al final de la calle y compré unos cordones de tenis y una lata en forma de camión que venía a ser una hucha con asa y candado. Volví. Le puse la lata en la mano y unas monedas dentro. La cerré con el candado y con los cordones le colgué la llave del cuello. Médico, enfermeras y asistentes también le fueron depositando monedas entre palabras de aliento. Luego, sabedora de que no tenía nada grave, de que había sido tratado y medicado lo llevé hasta su casa.
Nunca entendí el encontronazo como un logro o razón para ponerme una medallita en el pecho. Más bien le mentí: yo no le premié, él me brindó un gran trofeo con todo lo vivido y sentido. El médico se comportó de modo adorable y los pacientes lo arroparon, olvidando sus males propios. Pancho se dejó ayudar, me escogió. Porque es el tonto del pueblo, pero tiene claro la muy compleja lección de en quién puede y en quién no puede confiarse. Porque es el tonto del pueblo, pero cada vez que paso por el stop que regula, me hace bajar la ventanilla para rascarme la cabeza y gruñirme un hola. Porque es el tonto del pueblo, pero tiene claro que su lata mas allá del contenido, es la suma y multiplicación de la bondad, la generosidad, la ilusión y el amor, y que esas cosas no pueden robarse ni gastarse imprudentemente, han de guardarse a buen recaudo y propiciar que crezcan. Porque es el tonto del pueblo, pero tiene claro que, las cosas importantes de la vida, también las podemos aprender de él.
Es precioso el relato. Siempre he pensado que narrar historias es tu verdadera vocación.
ResponderEliminargracias, y un besazo, respetuoso como tu anonimato.
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