Ayer lo conocí; no lo esperaba, la verdad. Es más, cuando me contaron hace unos días el asunto, ni tan siquiera le presté atención, nada fuera de lo habitual, pero encontrártelo de frente... ya es otra cosa. Es un hombre joven, el amigo de una amiga, un hombre que aparenta firmeza y lleva escrito en el rostro la memoria del miedo. Nadie lo vio, salvo él. Los forenses recomendaron a la familia que por nada del mundo comprobasen cómo había quedado, lo mismo pensaron los de la funeraria, pero alguien tuvo que leer los informes en el juzgado, firmar, corroborar no sé que cosas y, por supuesto, ver las fotos. A él le tocó ver esas dichosas fotos.
Aquella mañana yo estaba en casa, a punto de salir para el trabajo, cuando sonó el teléfono. Como fondo a mi conversación, varias sirenas y mucho ruido; pero no era la primera vez, digamos que es más bien costumbre escucharlas. Vivo en una zona comunicada, un lugar de paso hacia muchos otros lugares, y las sirenas, por suerte, siempre están de paso. La llamada tenía que ver con lo sucedido. La perspectiva de mi familia y mis amigos, al asomarse a un balcón o una ventana, era que algo ocurría en mi casa, el humo coincidía con mi dirección. Tranquilicé a las llamadas: -No es aquí, ocurre más arriba, frente a los edificios rosa, no veo más que humo, policía y bomberos, están cortando la calle, debe haber un incendio en una casa y toman medidas de precaución.
Me equivocaba, no era un incendio, no al menos como yo pensaba, sino un accidente de coche. Un hombre se había despeñado al barranco que pasa justo al lado de la carretera. Quedó atrapado y pidió auxilio. A sus gritos alguno acudió, por lo que tengo entendido, abrió la puerta y el oxígeno del exterior, o lo que fuese, prendió con virulencia la llama. Murió entre gritos y calcinado. La familia conoció una primera versión de que el golpe le rompió el cuello y no sintió nada, pero ya debe haberles alcanzado la verdad de tan terrible muerte.
Era un padre. No hubo alcohol de por medio ni exceso de velocidad. Volvía de dejar a sus dos hijos en el instituto, probablemente, sea hasta vecino mío. Hasta el momento en que me encontré con su hermano de frente, era uno más, como la chica que fue atropellada a un kilómetro de aquí en dirección al Puerto, por un loco que se salta un stop, a escasos 100 metros de donde perdió la vida el novio de esta misma chica hace un año. O como el que en frente del mismo barranco chocó contra una farola, o el que cayó en el solar que linda con mi casa (como decía mi abuela, siempre vienen de tres en tres). Pero, visto el rostro del que perdió, del que carga el peso de la vida. Visto al hombre, y queriendo adivinar su parecido, los rasgos y muecas que los unían con el hermano, él se torna una historia cercana, una historia que rememora antiguas historias.
Tenía quince años cuando mi primo, mi favorito, el niño de mis ojos, el que me cuidó y me enseñó lo que padres y maestros no se atreven, con tan solo tres años más que yo, falleció en la carretera. Diecisiete contábamos, cuando mi primer noviete de instituto perdió la vida en una moto. Años después serían Carlos y un nuevo familiar los que se llevase el asfalto. En todos los casos fueron víctimas de un extraño, una persona bebida, un kamikaze o un inconsciente; en uno de los casos, para más inri, se trató de una doctora que abandonaba con prisas su consulta.
Vidas destrozadas a un lado y al otro de la frontera: la frontera de los culpables, los accidentados, las víctimas, los culpabilizados, los victimizados... Demasiadas vidas truncadas y otras tantas vidas rotas. Y no puedo evitar pensar en mí y en los míos. Vivimos en la carretera. Por trabajo nos trasladamos grandes distancias a horas dispares. La alimentación, el cansacio, la falta de sueño, el exceso de confianza,... un idiota, el amo del asfalto, el mal tiempo, la velocidad,... son demasiadas variables e infinitas posibilidades. Aquí no me vale la estadística, no cuenta. Da igual que me toquen uno, o cinco coma tres muertos, todos me duelen e inquietan. No quiero malas noticias ni preocupaciones. Si te retrasas, si te descuidas, si no quieres hacerlo por ti, como dice la campaña publicitaria, hazlo por mí, por ella que te ama, por él que te espera, por quien desea crecer a tu lado.
Hoy, dos niños se van a la cama sin entender, marcados por la pena, la culpa, el dolor, la desesperación, la rabia, la impotencia, el odio y el miedo. Pensarán en su madre, en su futuro, en su presente, en qué pudieron hacer, pensarán en el fuego, en el dolor sufrimiento de sus últimos minutos,...
El fuego... lo mató el fuego, pero no siempre lo hace. Cuando un cuerpo arde por las llamas, se siente un dolor inicial que apenas dura unos segundo, lo que tarda en atravesar tu piel y alcanzar tu sistema nervioso, entonces ya no hay dolor, ni el grito sordo del pánico puede escucharse. Entonces, todo termina o todo comienza. Si se da este caso, que tienes la oportunidad de resurgir en tu propia piel, te aseguro, aunque resulte increíble, que el fuego te ayuda a crecer, te hace mejor y más fuerte, te otorga disciplina, coraje, fuerza, respeto ante las adversidades, que no miedo, confianza en ti y en tus posibilidades. Esto mismo es lo que les deseo a estos chicos: que el fuego que mató a su padre, les renueve y les ayude a retomar sus vidas, que les permita superar y renacer, y valorar, y crecer, y que pronto sea solo un obstáculo superado y olvidado, dentro de una vida plena y feliz. Estoy segura de que su padre les ayudará a conseguirlo.
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