martes, 3 de marzo de 2009

ALERTA CON LAS SUPERSTICIONES


Hasta hoy he acariciado gatos negros y he pasado bajo las escaleras, me encanta el número trece y abro los paraguas bajo techo. Digamos que me ha gustado llevar la contraria a la creencia popular y eso me ha costado muy caro.


Hace unos días me levanté dándole vueltas a la cabeza, comencé el día reflexionando acerca de lo tonto que resulta lo de levantarse con el pie izquierdo porque, ¿y si fuera zurda?, no sería mi "buena pata"; con esos pensamientos decidí que ese día sería el primer pie que posase en tierra.


No sintiéndome del todo bien (sin echarle la culpa más que al frío y a los carnavales) decidí que sería bueno que me viese un médico, y me metí en la ducha. En plena caída cálida de agua, me tocan a la puerta, mi perro que entona la mejor de las arias de Verdi, y yo que me veo obligada a embolsarme en un albornoz y abrir. Es el cartero, trae una carta certificada. Dicha cartita me reclama por milésima vez una cuestión contestada a favor, con resolución y todo, desde el 2005. Está claro, no me queda otra que rescatar los documentos y volver a entregarlos. Todos los que odiáis como yo la burrocracia, sabréis lo que eso me supondría. Sin vestirme aún, pelos y cuerpo chorreando, me subo en una silla de las plegables para rescatar los documentos que se almacenan en el altillo del armario, detrás de las cosas de navidad; que mucho rollo del feng-shui con eso de que los documentos se guardan en las alturas, pero a mí me costó, por evitar caerme (lo esperábais), cargarme el Papanöel, de material indefinido y lucecitas que suelo colgar de alguna puerta. Vestida, ¡seca!, papeles en mano y bolsa de basura en la otra, que había que rentabilizar la salida, salgo en pro de mi causa burrocrática. El perro decide colarse en el viaje y yo no lo evité. Cuidadosamente, pongo los papeles sobre el parabrisas del coche y voy a tirar la basura. Las llaves del coche se encanchan a una de las asas de la bolsa y caen en el profundo contenedor. Los empleados de la agencia que están pegaditos, son tan amables de prestarme un escobillón y una silla. A pesar de que quise resolver el asunto de la manera más disimulada posible, pues al lado tengo una obra en construcción llenitita de obreros, no me queda otra: toda yo misma pa dentro del contenedor, y risitas, y otra vez para la ducha (no, no olvidé subir los papeles). Vuelta a la calle. Llegados a la oficina, el típico gracioso que coquetea con sus compañeras y poco caso te hace, me tiene entre llamadas y qué sé yo, media hora: se ve la luz,... y se estropea su ordenador. Otra luz en el horizonte, pero me toca ir a otro sitio para conseguir un sellito y regresar. Mi perra está hasta las mismas del lugar y de unos gemelos que la acosan.


Misión cumplida, fase dos: el plan original consistía en visitar al médico. Se cumple. Te sientas en la consulta y, ¡oh, desgracias del destino!, que entra la tía Chari, ésa que no ves, gracias a Dios, desde hace ocho años. La mujer tarda menos de cinco minutos en preguntar qué hago, cuánto cobro, dónde vivo, por qué me gasto estas pintas, si me caso o no, si me decido a tener hijos, si mi madre no opina acerca de tan poco fundamento. Entro en consulta con dolor de cabeza añadido, y de alma, y de autoestima, que debe quedar cerca de la barriga. El médico me diagnostica otitis, laringitis y una ligera bronquitis, vamos, pito y tos de perro en pos de maduración; prohibe viajes, piscinas, chiringuitos y carnavales.


¡Ya vale, no! pues no, de camino de vuelta me llama mi madre, la tarta de cumpleaños de mi padre. Voy a por ella, sin contratiempos, pero con la sensación de olvidar algo, ¿qué olvido?... Salta la luz roja de la gasolina: ¡era eso! Con el agobio que ello me suele causar, un par de kilómetros después entro en la gasolinera.... ¡me dejé atrás la cartera!


Qué quieres que te diga... ahora cuido de levantarme con el pie derecho.

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