Mi madrina es un ser mágico, una mujer de 74 años que tuvo que ser hospitalizada hace diez años, por pasarse bailando en un concierto en la playa de Los Cristianos. ¡No podéis ni imaginaros la bronca que nos echó el hijo a ambas! En su adolescencia tuvo que abandonar un sueño de amor que marcó su vida. En el presente intenta hacer de su vida lo que le da la gana y me arrastra a mí en ese intento. Me siento muy afortunada. Hubo un día en el que quise cerrar un período amargo de su vida escribiendo en el nombre de otro la carta que deseó recibir toda su vida. Hoy, en días en que la muerte ha estado tan cerca, la rescato. Besos.
Desde mi lecho, 21 de marzo de 2000
Mi buen amigo:
Los días pasan muy a prisa. Ya comienzo a sentir ese miedo que te congela el alma, pero no te confundas. No temo lo que ha de venir, sino la marcha imprevista que me impida cumplir mis deseos. Es curioso como justo al final de nuestra vida, cuando el reloj de arena va cuesta abajo, nos entran unas ganas irrefrenables de hacer y decir lo que nunca fuimos capaces, aún sabiendo que el tiempo ya venció a la oportunidad, y que la lógica no entiende el porqué ahora. Pero no puedo irme incompleto y transformarme en un fantasma que arrastre su tristeza por las estaciones. Necesito terminar lo que el destino escribió, y ansío que seas, precisamente tú, el que cumpla con mi misión, ahora que siento que yo no puedo.
Mi joven amigo, no te será difícil, la conoces como si fuese la mujer de tus sueños, porque te la he retratado en cada una de mis cartas y ha llegado a ti empujada por mis cientos de suspiros. Así que, ve y dile.
Hazle saber que la sentía tan cerca y tan dentro de mí que cualquiera habría podido decir que éramos un sólo alma y un sólo ser, que la adoraba. Cuando aquellos ojitos azules desaparecían tras el brillo de su sonrisa, creía perder la razón. La apretujaba contra mi pecho y contenía mis impulsos, porque, en ese momento, si los principios de uno no se lo impidiesen, me la habría comido a besos. Dile que la amé por hermosa, alegre, valiente, esbelta, espontánea, inteligente, sincera; por ser más mujer de lo que un hombre hubiera imaginado jamás.
¡Ay, mi dulce María! Dile que únicamente se llevaron a Venezuela sus tiernos quince años, porque su padre así lo quiso, porque el destino lo quiso, pero el resto aquí quedó, nunca abandonó mi corazón ni dejó de ser mi amada niña. Poco más que su presencia es lo que me arrebataron ¡Y ya entonces la veneraba!, a pesar de sus coletas y sus pechos recién nacidos. La reconocía como la mujer que el cielo había escogido para mí, pero su juventud y su familia se oponían al amor. Parecíamos una de esas malas historias del cine de a peseta que siempre cortaba la escena del beso.
¡Ay, ay, ay mi pequeña rebelde! Se marchó en un mercante ilegal, con muchos otros, empapada en llanto. Para ambos fue un duro golpe. Supe de ella por cartas y alguna que otra postal. Me contaba su amistad con negrotes guapos y salseros, sobre las pretensiones que un ventero le estaba haciendo, y acerca de los planes de su padre; las cosas no le iban mal y pensaba abrir una fábrica. Parecía estar bien, mientras hablase de lo nuevo, de ese lugar que estaba descubriendo, pero, después sus letras se emborronaban por las lágrimas. Si recordaba su tierra, sus cartas, de repente, se abreviaban y terminaban con la brusquedad de quien siente demasiado el dolor como para seguir escribiendo, y se despedía con la dulce promesa de que volvería. Dile que pasaron los años, pero no mis ganas.
Sus ansias de volver no cesaban. Pronto supo que lo haría, a su padre le sobraba el dinero y ella no se achicaría al pedirle el fruto de sus sacrificios y trabajos. No resultó. Esperó a su mayoría, a que fuese toda mujer. Debía ser ella la que volviese porque dos amores la llamaban, yo y su tierra. Tampoco entonces pudo. La vida, traicionera, nos jugó una mala pasada. Su viejo falleció. Intentó el regreso tiempo después, pero su madre se había transformado una anciana prematura, triste y enferma, sintió que la necesitaba. Sus cartas nunca faltaron, en todas ellas solía preguntar “¿te acordarás de mí?” ¡que podía responderle yo! Sí, por ti revivo, sólo por ti, María, recorro los caminos, guardo en el corazón los atardeceres, memorizo tus cartas, abrazo tu retrato,...Entonces, era yo el que interrumpía nuestras cartas para que no pudiese notar que también un hombre puede llorar.
No volvió. Porque fui un cobarde, porque no tuve el valor suficiente y no me encaminé hacia el otro lado del mundo, para darle una bofetada primero, por estúpida, y para pedirle que me dejase ser su esclavo por el resto de sus días, después. Yo la perdí. Sucedió lo que era de esperar. El ventero ganó la partida, se casaron y tuvieron un hijo. Yo no pude imitarla, no supe mirar a otra mujer y preferí ser tío, y tío-abuelo. No te creas, tiene sus ventajas.
Cumpliré mi promesa, ¡tú lo harás por mí! Me dejaré caer sobre la cama rodeada de todo lo que su amor me trajo, respiraré el aroma de sus cartas, me dormiré, besando sus letras, relajado y sonriente, porque tú, mi buen amigo, le llevarás este último mensaje de amor más allá de los mares. Dile que la quiero, que voy en su encuentro, pues el nuevo mundo que me acoge no conoce de límites espaciales ni temporales y que por fin estaré con ella para siempre, a su lado, acariciando su sombra y abrazado a su alma.
Mi buen amigo:
Los días pasan muy a prisa. Ya comienzo a sentir ese miedo que te congela el alma, pero no te confundas. No temo lo que ha de venir, sino la marcha imprevista que me impida cumplir mis deseos. Es curioso como justo al final de nuestra vida, cuando el reloj de arena va cuesta abajo, nos entran unas ganas irrefrenables de hacer y decir lo que nunca fuimos capaces, aún sabiendo que el tiempo ya venció a la oportunidad, y que la lógica no entiende el porqué ahora. Pero no puedo irme incompleto y transformarme en un fantasma que arrastre su tristeza por las estaciones. Necesito terminar lo que el destino escribió, y ansío que seas, precisamente tú, el que cumpla con mi misión, ahora que siento que yo no puedo.
Mi joven amigo, no te será difícil, la conoces como si fuese la mujer de tus sueños, porque te la he retratado en cada una de mis cartas y ha llegado a ti empujada por mis cientos de suspiros. Así que, ve y dile.
Hazle saber que la sentía tan cerca y tan dentro de mí que cualquiera habría podido decir que éramos un sólo alma y un sólo ser, que la adoraba. Cuando aquellos ojitos azules desaparecían tras el brillo de su sonrisa, creía perder la razón. La apretujaba contra mi pecho y contenía mis impulsos, porque, en ese momento, si los principios de uno no se lo impidiesen, me la habría comido a besos. Dile que la amé por hermosa, alegre, valiente, esbelta, espontánea, inteligente, sincera; por ser más mujer de lo que un hombre hubiera imaginado jamás.
¡Ay, mi dulce María! Dile que únicamente se llevaron a Venezuela sus tiernos quince años, porque su padre así lo quiso, porque el destino lo quiso, pero el resto aquí quedó, nunca abandonó mi corazón ni dejó de ser mi amada niña. Poco más que su presencia es lo que me arrebataron ¡Y ya entonces la veneraba!, a pesar de sus coletas y sus pechos recién nacidos. La reconocía como la mujer que el cielo había escogido para mí, pero su juventud y su familia se oponían al amor. Parecíamos una de esas malas historias del cine de a peseta que siempre cortaba la escena del beso.
¡Ay, ay, ay mi pequeña rebelde! Se marchó en un mercante ilegal, con muchos otros, empapada en llanto. Para ambos fue un duro golpe. Supe de ella por cartas y alguna que otra postal. Me contaba su amistad con negrotes guapos y salseros, sobre las pretensiones que un ventero le estaba haciendo, y acerca de los planes de su padre; las cosas no le iban mal y pensaba abrir una fábrica. Parecía estar bien, mientras hablase de lo nuevo, de ese lugar que estaba descubriendo, pero, después sus letras se emborronaban por las lágrimas. Si recordaba su tierra, sus cartas, de repente, se abreviaban y terminaban con la brusquedad de quien siente demasiado el dolor como para seguir escribiendo, y se despedía con la dulce promesa de que volvería. Dile que pasaron los años, pero no mis ganas.
Sus ansias de volver no cesaban. Pronto supo que lo haría, a su padre le sobraba el dinero y ella no se achicaría al pedirle el fruto de sus sacrificios y trabajos. No resultó. Esperó a su mayoría, a que fuese toda mujer. Debía ser ella la que volviese porque dos amores la llamaban, yo y su tierra. Tampoco entonces pudo. La vida, traicionera, nos jugó una mala pasada. Su viejo falleció. Intentó el regreso tiempo después, pero su madre se había transformado una anciana prematura, triste y enferma, sintió que la necesitaba. Sus cartas nunca faltaron, en todas ellas solía preguntar “¿te acordarás de mí?” ¡que podía responderle yo! Sí, por ti revivo, sólo por ti, María, recorro los caminos, guardo en el corazón los atardeceres, memorizo tus cartas, abrazo tu retrato,...Entonces, era yo el que interrumpía nuestras cartas para que no pudiese notar que también un hombre puede llorar.
No volvió. Porque fui un cobarde, porque no tuve el valor suficiente y no me encaminé hacia el otro lado del mundo, para darle una bofetada primero, por estúpida, y para pedirle que me dejase ser su esclavo por el resto de sus días, después. Yo la perdí. Sucedió lo que era de esperar. El ventero ganó la partida, se casaron y tuvieron un hijo. Yo no pude imitarla, no supe mirar a otra mujer y preferí ser tío, y tío-abuelo. No te creas, tiene sus ventajas.
Cumpliré mi promesa, ¡tú lo harás por mí! Me dejaré caer sobre la cama rodeada de todo lo que su amor me trajo, respiraré el aroma de sus cartas, me dormiré, besando sus letras, relajado y sonriente, porque tú, mi buen amigo, le llevarás este último mensaje de amor más allá de los mares. Dile que la quiero, que voy en su encuentro, pues el nuevo mundo que me acoge no conoce de límites espaciales ni temporales y que por fin estaré con ella para siempre, a su lado, acariciando su sombra y abrazado a su alma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario